BIOGRAFÍA DEL MURCIÉLAGO [tercera entrega]
Mi señora madre no parecía muy contenta de los adelantos ni de las ampollas y cortaduras que frecuentemente tenía yo en las manos, y privó de mis servicios a Ña Peta Carrasco, para pasarme a la miga de Ña Dolores Portocarrero, profesora residente en una tienda de la calle de Villalta, que hoy es Platería.
Junto a la miga existía el taller de zapatería del honrado artesano, que aún vive y tiene su establecimiento en la calle de Melchor Malo; yo tenía ya tres años y medio y tuve la debilidad de enamorarme de una hija del zapatero, de mi misma edad; la pedí en matrimonio a su padre, con la mayor formalidad posible, pero mi pretérito suegro me impuso como condición la de aprender su oficio; admití la condición y todas las tardes hacía vacas para ir al taller; súpolo mi madre por la infame denuncia de la Portocarrero, y volvió a atentar contra mi persona, como antes se había permitido hacerlo Ña Natividad. Ya lo sabe Rafaelito, mal de muchos…
Creyó mi madre que debía buscarme un D. Primitivo Callejas, y me puso entonces en la escuela de D. Lorenzo Cegarra, hombre amargo si los hay; figura raquítica, como de sesenta años, cara aguileña, puntiaguda nariz, ojos pequeños, sumidos y casi redondos: frente pequeña, calvo y con un cerquillo trasero gris. Calzón corto, media de borlón, zapato de pana con hebilla de plata; chaleco y corbata blancos, levita negra larga; gorro blanco para dentro de casa; y, sombrero negro cilíndrico de media vara de alto, para ir a la calle; chicote en una mano y palmeta en otra. Siempre enojado y siempre severo, menos el sábado que barríamos la escuela, íbamos a comprarle el polvillo y le dábamos la pitanza.
No andaba yo mal en la casa del dómine; me tomó cariño y gracias a eso, no me dió sino un palmetazo un día que pisé a su gato y derramé un tintero sobre su pañuelo y sobre su tabaco.
Sin embargo, no fué larga mi permanencia en esa casa de «educación primaria, elemental y sólida»; así decía en un bastidor colocado en la puerta.
Un día ¡funesto día! fusilaron a un ladrón en la Plaza de Lima; salimos los escuelistas en formación, con el maestro a la cola; nos colocamos en las gradas de la Catedral y presenciamos la ejecución. Cuando ella terminó, nos acercamos al banquillo por orden superior. Las hermanas de la caridad querían apropiarse el cadáver, del que se había abrazado fuertemente una mujer que lloraba, lanzando doloridos y desgarradores lamentos; los muchachos nos conmovimos de esa escena y acompañamos con nuestras lágrimas a esa infeliz madre o mujer del ajusticiado; pero de nada nos sirvió esa prueba de sensibilidad; cuando volvimos a la escuela, el maestro encerró a un nieto suyo, nuestro condiscípulo, en un altillo; despachó a su casa al hijo de un señor noble o rico; cerró la puerta de la tienda, y principiando a echarnos un discurso sobre el robo, y sus consecuencias, concluyó por aflojar látigo a caiga donde caiga, diciendo que eso se llamaba juicio.
Los muchachos saltábamos, brincábamos y gritábamos, y quién sabe si el juicio hubiera sido final, si el pobre vegete, tropezando con una banca, no hubiera caído de bruces.
No sabré decir a U. quién tuvo la buena idea de correr el cerrojo, pero lo cierto es que nosotros corrimos a todas piernas. Cuando llegué a mi casa, declaré que no quería ni más escuela, ni más catones, ni más juicio.
Mientras todo esto ocurría, mi respetable y virtuoso padre, pasaba las mil caravanas, que eran naturales, sirviendo a la patria y a la República, como médico de ejército, al lado del general Bolívar.
Mi madre no despreció mi declaración y se dedicó ella misma a instruirme en la ciencia que encerraba el San Casiano, hasta el año de 1825, en que llegó mi padre.
Ya tiene U., tocayo, mi historia de cinco años. Mañana continuaremos.
EL DE LA OTRA ESQUINA.
(Biografía del Murciélago.)